…dado que ya empezaba con mal pie y justo de tiempo el día, tampoco quería llegar muy tarde al trabajo. Correr a seis grados para coger el tranvía y sufrir la ceguera de las gafas empañadas cuando entro en el vagón por tanto calor humano reconcentrado, no tiene (des)precio. El fenómeno de las gafas es de esas experiencias que no apreciaba lo más mínimo —más bien despreciaba— cuando estuve en Madrid a finales del 2009. Y esto no ha hecho más que empezar. A medida que avance la llegada del invierno, y bajen las temperaturas, la cosa será más grave. Uno parece un tonto sin saber dónde agarrarse porque los cristales parecen hechos de leche (casi una referencia al magnífico libro 'Ensayo sobre la ceguera'). Quitarse las gafas, para un miope inmenso como yo, no es mejor solución.
Pero lo peor es que, después de correr doscientos metros, estuve jadeando cinco minutos. A este paso no llego a los cincuenta como no empiece a cuidarme. Decidido, sí que sí, que esta semana me paso por el gimnasio a preguntar.
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