Hace una semana pasaba por Doña Manolita a pillar unos décimos como encargo. Detesto las aglomeraciones y las esperas basadas en superticiones —hay que ser bastante tonto para creer que comprando un décimo ahí aumentarán las probabilidades de que te toque el gordo, o cualquiera de los premios—. El único que realmente gana, cuando se difunde la creencia de que ahí toca a menudo, es el propio establecimiento. Por supuesto, si todo el mundo compra en un único local, la probabilidad de que toquen premios a los décimos comprados en ese establecimiento aumentará. Lo que, en lo que se conoce como retroalimentación positiva (para tontos del bote), hace que más gente compre ahí. Lo que, a su vez, implica colas más largas y más probable que los premios vuelvan a tocar, año tras año, a los vendido en el lugar en cuestión. No, desde luego que no hubiese hecho cola nunca de no tratarse de un favor. Para mi fortuna, soy ajeno a las supersticiones baratas.
Hoy he vuelto a esperar mi turno. Hubo un equívoco en la comunicación de la organización de los apostantes y encargaron un décimo menos de los que correspondía. Así que me presenté, otra vez como favor, para preguntar si era posible conseguir otro décimo de la misma serie. Tras esperar un rato, la conversación se desarrolló más o menos así:
—Buenas tardes, venía porque hace una semana compré varios décimos del mismo número y quería saber si hay posibilidad de conseguir…
—¡No nos queda! —respondió de forma bastante brusca y sin dejarme terminar de hablar
—Pero cómo que no les queda, si aún no…
—¡No! ¡No! Es que aquí se vende todo de un día para otro y le aseguro que no lo tenemos
—Ya, pero es que el número tampoco era muy atractivo —decía yo con cierta expresión de desagrado por el trato —así que igual…
—Le he dicho que no nos queda —volvió a responder, un poco más suave esta vez, viendo mi expresión de enfado —. No es que no quiera mirar, es que sé que no lo tenemos porque aquí se vende todo de un día para otro, imagínese si hace ya una semana que lo compró.
—Aja. Bueno, pues gracias —dije ya girándome como despedida
—Buena suerte —que sonó a mis espaldas casi como una burla
Hoy volvía a salir de este establecimiento cutre con la sensación de ser ganado. No entiendo cómo la gente es tan tonta de dejarse tratar así simplemente por la absurda creencia de que aumenta sus posibilidades de que les toque si hacen penitencia hasta Doña Manolita. Y no es que no crea que le faltara razón a la dependienta sobre qua ya estaba vendido. Me desagradó profundamente la forma en que desprecian al cliente. Estoy seguro que la tipa podía haber hecho un pequeño esfuerzo en ser más comedida y expresarlo de otra forma, tampoco pedía que hiciera el teatro de buscarlo, simplemente expresarlo de forma menos pueril; pero no, a la señorita le salió de donde le salió tratar con desprecio al menda y a la señora que atendió justo antes, que abandonó la ventanilla con expresión compungida. Desde luego, si hay una relación entre el trato demostrado y el tamaño del higo de la chacha tras el cristal, la niña debía tener la raja como el carril bici de la Estrella de la muerte, ese mismo por el que Luke coló su X-Wing para zumbarles la banana a los magnates del sistema y en defensa de los indignados del siglo treinta mil.
En fin, que última vez que voy a ese antro de mierda. Seguiré comprando al vendedor de turno que me tropiece por ahí. Seguro que, lo compre donde lo compre, seguiré teniendo el mismo 0,001% de probabilidad de que me toque el gordo —es más probable que te caiga un rayo a lo largo de tu vida—, pero al menos echo una mano a un vendedor que se gana la vida honradamente y no a una pelandusca que vive gracias a un pueblo de tontos que anda más dispuesta a creer en raticulín que en la Ley de los grandes números. Pero es lo que tiene las matemáticas, no entienden de supersticiones, creencias ni supercherías. Y, por fortuna, ni de gilipolleces.
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