El tren es un escenario inmejorable que se presta a la puesta en escena de la variada y fértil riqueza de comportamientos humanos que existen. Es raro el día que no vea a alguien que no llame mi atención (y a veces prefiera evitar). Aquí el que parece ser alérgico al agua y nos recuerda que el olfato es también un sentido que duele; allá el que, en guerra simétrica, se ha nombrado paladín de algún fabricante de perfumes; en este otro lado esa guapa y grácil chica que lee con concentración suprema mientras hurga en su nariz, extrae el género con delicadeza, le da forma esferoide y lo proyecta al infinito en certero movimiento de índice y pulgar sin perder la línea de la página que la entretiene; o el que lleva unos auriculares del tamaño de dos sandías de premio Guines, siguiendo el ritmo musical con el cuello, que mientras canturrea para sus adentros se mete la mano en los pantalones para amansar -y masajear- a las ladillas compañeras; cuando no es un hombre orquesta maltratando guitarra y tímpanos a la espera de que sus esfuerzos fueren recompensados con una transferencia de riquezas en su beneficio, una misionera de algún credo extraño y contemporánea de Matusalén que ruge los milagros de un dios ausente, o aquella del fondo, que bosteza con tal naturalidad y tal carencia de inhibición que se puede saber lo que ha cenado anteanoche.
Sí, de todo hay, y de todo habrá.
Pero el objeto de mi atención en el día de hoy fue una pareja joven, en esas edad elástica que hay entre la adolescencia y la primera edad adulta. Poseídos por la pasión desenfrenada (que no faltó quien con la mirada cortante y cara enrojecida de ira expresaba sin palabras aquel célebre requerimiento de "¡buscaos una habitación, degenerados!") daba la sensación que no había dos bocas sino una y que aquellos eran siameses raros y completamente diferentes, unidos por los labios. Por algún sitio debían respirar, así que andaba yo buscando desde la distancias las branquias de aquellos dos, cuando se dieron una pequeña tregua y separaron infinitesimalmente sus orificios bucales. Y ahí fue cuando vi la lengua de ella moviéndose de un lado para otro buscando, deseando, exigiendo, forzando sin tregua. Madre mía, cómo se movía aquella cosa. Y ahí fue donde tuve la asociación de ideas, tanto o más bizarra que la escena de ese músculo tan vital para la deglución, el habla y continente del gusto, convertido en anguila retorcida. No sé cómo ni porqué, pero recordé la escena de Terroríficamente muertos: "¡Me comeré tu alma! ¡Me comeré tu alma!"
Está claro que si bien la conducta humana es ricamente variada y bizarra, si encima la pasamos por el cristal con que yo la veo, acaba pareciendo aún más surrealista si cabe. Ha de ser tanta soledad, que deteriora mi percepción de la realidad.
XD
[Publicado originalmente en mi muro de Facebook el 5 de septiembre]
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