Hoy venía cayéndome de sueño en el tren. Responder a la lectura de dos líneas con dos cabezadas no es la mejor forma de leer, no. Y venía con el dedo tieso. En perfecta posición para condenar a muerte a los gladiadores o para hacer autoestop. A la una y poco un mosquito anunció su advenimiento y, en ese letargo pseudoconsciente que es la frontera entre el sueño y la vigilia daba yo manotazos para alejarlo. Hasta que consiguió morderme —suerte que no me arrancó el dedo— y me dolió y me desperté, de muy mala leche. No me costó encontrarlo con un «¡la madre que lo parió! ¡menudo bicho!» y entablamos una danza o lucha grecoromana, el híbrido entre mosquito y pterodactilo y yo, hasta que lo cacé. No pude aplastarlo, tan sólo romperle el cuello tras cuatro golpes. Tan grande era el jodío que en venganza estuve tentado de cortarlo en medallones y congelarlo. Seguro que un poblado africano podría alimentarse de su carne durante una semana. Los contramuslos no tenían mala pinta.
El boliche que me regaló en el dedo tiene mala pinta. Sospecho que más que chuparme la sangre me puso una camada de huevos dentro. A esperar que eclosionen.
Lo peor es que me desvelé y he dormido tres cochinas horas. Suma y sigue. A ver cómo aguanto hoy hasta la tarde sin convertirme en el hombre con el tatuaje «QWERTY» en la frente.
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